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(La Jornada Editorial) Siete mineros murieron ayer a consecuencia de una explosión de gas metano en un pozo carbonero del municipio de Múzquiz. Coahuila. Aunque no se han determinado aún las causas del estallido, no parece descabellado atribuirlo a la negligencia de los propietarios del socavón y a la ausencia de condiciones mínimas de seguridad en el mismo. Significativamente, la Secretaría del Trabajo y Previsión Social (STPS) informó ayer, en un comunicado, que ese yacimiento había sido inspeccionado en 16 ocasiones, que se había ordenado la restricción del acceso a uno de los pozos por no tener salida de emergencia y que la empresa El Progreso, propietaria del pozo siniestrado, enfrenta actualmente dos procedimientos de sanción.

Es inevitable vincular el accidente referido con la saga de episodios trágicos ocurridos en socavones de la misma entidad –particularmente en su zona carbonera–, entre los que destacan el ocurrido en la mina de Pasta de Conchos en febrero de 2006, cuando 65 trabajadores fallecieron a consecuencia de una explosión, o el de El Pocito 3 de Sabinas, en mayo de 2011, cuando 14 trabajadores quedaron atrapados y uno más –de 14 años– resultó gravemente herido. Apenas en mayo de este año la inundación en un pozo de carbón en el ejido de San Felipe el Hondo, también en el municipio de Sabinas, cobró la vida de dos mineros, y a esos sucesos se suman un conjunto de accidentes similares registrados en diversos socavones del territorio coahuilense y de entidades como Chihuahua, Guanajuato, Querétaro, San Luis Potosí y Zacatecas.


Ciertamente, eventos como los referidos no se circunscriben al ámbito nacional ni a la época actual, al contrario, las condiciones de precariedad, inseguridad y explotación que caracterizan a esa actividad han cobrado víctimas en muy distintas latitudes y en diversos momentos de la historia: desde los trabajadores de las extracciones de carbón en México, hasta los recolectores de diamantes en territorio africano, pasando por los estañeros de Bolivia, los excavadores del cobre en Chile, los legendarios extractores de carbón de la cuenca minera de Asturias y los trabajadores de los yacimientos en China, donde los derrumbes, las explosiones y las inundaciones cobran vidas humanas con una frecuencia inaceptable, en accidentes que podrían evitarse si se exigiera a las corporaciones mineras mayores inversiones en seguridad.


Actualmente la extracción de minerales configura una de las contradicciones más perversas del modelo neoliberal aún vigente a escala planetaria, pues no sólo produce enormes márgenes de ganancia para los conglomerados trasnacionales que la practican, sino también vastas cuotas de sufrimiento humano, destrucción de tejidos sociales y devastación ecológica.


En el caso de México todos esos factores se han conjugado con la indolencia e irresponsabilidad de gobiernos estatales, como los encabezados por los hermanos Humberto y Rubén Moreira, en Coahuila, y con la inoperancia de las autoridades federales en materia de protección de los trabajadores en general, y de los empleados de las minas, en particular. Debe recordarse que, tras el episodio de Pasta de Conchos y lejos de emprender acciones para esclarecer los hechos y sancionar a los responsables, el gobierno federal, a instancias de la STPS, se dedicó a defender los intereses corporativos de Grupo México –propietario de la mina– e inició una persecución judicial en contra de la dirigencia del sindicato minero, que persiste hasta nuestros días.


Ante la reiteración de trágicos escenarios, como los de Pasta de Conchos, Sabinas y Múzquiz, y ante la falta de capacidad o voluntad de las actuales autoridades para remediar las condiciones que los ocasionan, es indispensable que el próximo gobierno, independientemente de quién lo encabece, reformule la política seguida hasta ahora frente a una actividad económica, social y humanamente devastadora, en la que resulta inocultable la relación directa entre la riqueza y la impunidad, por un lado, y la miseria y la muerte, por el otro.

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